Leía recientemente una publicación, además a través de este medio, en el que se aludía a la aparición de una nueva forma de impartir las enseñanzas musicales en la Comunidad Valenciana, en concreto en el Colegio San Francisco de Paula, con el objetivo de acceder, directamente, a las Enseñanzas Superiores incluso de forma temprana (16 años).
Partiendo sobre la base de que los títulos que se obtienen tanto en el Grado Elemental como en el Grado Profesional capacitan poco o nada para ejercer una actividad profesional (la gran mayoría de ocasiones se requiere Titulación Superior), aunque se haya obtenido en conservatorios o centros autorizados, se propone disfrutar de ese tipo de enseñanzas -elementales y profesionales- en centros educativos integrados, esto es, cursar la formación musical junto a la escolar o junto a la secundaria y bachillerato con el objetivo último de acceder a enseñanzas superiores. Con esta propuesta, la polémica está servida porque son varios los debates que pueden abrirse.
Apuntaremos tan sólo dos, de los muchos que podrían surgir: por un lado, la utilidad o no de pasar una media de 10 años en escuelas de música o conservatorios para obtener dos titulaciones que prácticamente sirven de trampolín a las enseñanzas superiores y cuyo uso profesional es casi nulo. Por otro, la idoneidad o no de la existencia de este tipo de centros que ofrezcan una compatibilidad total entre educación formal y musical.
Si bien es cierto que con la modalidad del bachillerato artístico se ha pretendido salvar este escollo, probablemente estemos de acuerdo en que no es, o no está siendo, una opción realmente interesante.
La lectura de esta propuesta, sobre la que no tengo una clara opinión formada, aunque sí comparto parte del análisis, especialmente lo concerniente a la compatibilidad entre los estudios formales y los musicales, me lleva a la reflexión sobre qué estamos -y cómo- enseñando en las escuelas de música y conservatorios de la Comunidad Valenciana.
Que el sistema tradicional de enseñanza (primaria, secundaria, bachillerato, universidad, enseñanzas artísticas) lleva años en entredicho no es ninguna novedad. En este sentido, ni las escuelas de música ni los conservatorios salen ilesos de esta situación. No obstante, nadie pone en duda que las escuelas de música y los conservatorios de esta y del resto de regiones del país cumplen una encomiable función social, lo cual está más que demostrado y argumentado.
Es por ello que, escalonadamente en los últimos tiempos, han ido aflorando distintas aplicaciones con el objetivo de mejorar la enseñanza musical tanto en el ámbito elemental como en el profesional. No se trata aquí de hacer publicidad a ninguna de ellas, por lo que no las citaré, pero hay diversidad de opciones: desde métodos integrales que incluyen el tradicional libro de texto junto a una plataforma o aplicación, en la que se puede consultar la misma información del libro de texto además de realizar un sinfín de actividades diversas y juegos; a propuestas más ancladas en la enseñanza tradicional, haciendo valer la función del libro de texto pero con un pequeño apoyo de aplicación y/o plataforma. El mercado comienza a ser muy amplio, la competencia está servida y muchas escuelas de música se han lanzado al ruedo de la implantación de estas nuevas metodologías.
¿Es un problema el avance tecnológico? Evidentemente no. Todos los que nos dedicamos a la enseñanza de la música hemos agradecido la posibilidad de disponer desde algo tan elemental como una pantalla y un proyector, en el que mostrar videos o grabaciones de grandes orquestas y grandes versiones musicales a nuestro alumnado, hasta las más recientes pizarras digitales que vienen posibilitando una mayor participación en el aula por parte del alumnado. El problema no radica directamente en la apuesta tecnológica en las aulas si no, como siempre, en la aplicación de la tecnología, esto es, probablemente el debate no esté exactamente en qué medio estamos utilizando para impartir la enseñanza, si no en el cómo lo estamos utilizando.
Una de las premisas para el desarrollo de estas nuevas metodologías es que el lenguaje musical (y entiendo que también la armonía y el análisis, ya que se están desarrollando también métodos en esa línea) resulta farragoso, demasiado aburrido, duro e incluso de difícil asimilación para el alumnado. Lo cierto es que probablemente, al menos en parte del razonamiento, tengan razón. No es fácil. Pero no es menos cierto que, todo lo que merece la pena, especialmente si se trata de sentar base para futuros músicos profesionales, requiere esfuerzo.
Sin embargo, de nada servirá disponer de una imponente tecnología en la que el contacto con el alumnado sea continuo, cercano y directo, si dejamos florecer constantemente el libre albedrío. Está muy bien que nuestros alumnos y nuestras alumnas tengan autonomía para avanzar contenidos a modo de videojuego en plataformas virtuales, pero no estaremos aportando nada al conocimiento, más bien al contrario, si tras avanzar nivel tras nivel como quien supera ítems la asimilación de los conceptos y contenidos son nulas. ¿Aprender jugando? Por supuesto, siempre, y en edades tempranas, más todavía. El aprender llorando quedó, afortunadamente atrás. Pero sigue existiendo uno de los objetivos clave: aprender.
Si es correcto o no el camino emprendido, el tiempo lo dirá; pero de nada servirán todos estos avances tecnológicos aplicados a la educación musical si el alumnado pasa años y años en las enseñanzas musicales y, pese a la tecnología, el entendimiento real de la música se ve cada vez más mermado. Quizá, el meollo de la cuestión radique en un buen equilibrio entre la aplicación tecnológica, utilizándola como un medio y no como un fin en sí misma, y el factor humano, clave esto último en la enseñanza. Cabe aquí la siguiente pregunta, la cual será desarrollada en próximos artículos: ¿Qué profesorado estamos situando en los niveles más elementales de la enseñanza musical?
En definitiva, avanzar constantemente en contenidos y no entender, por ejemplo, la enseñanza de la armonía en los conservatorios como la expresión de un microcosmos cual cadena de ADN desde y sobre la que brota y nace la música, es no entender nada. Lo mismo sucede con el análisis musical e, incluso -aunque en una escala menor- con el lenguaje musical, también en las escuelas de música.
En conclusión, de nada sirve avanzar tecnológicamente, ser pioneros en nuevas aplicaciones metodológicas si la base humana, si la estructura, no es verdaderamente sólida y se entrega a otro de los objetivos primordiales: entender la música, comprender su emoción, disfrutarla y amarla. Amarla a través de la interpretación, la dirección, la composición o la docencia, pero amarla y vivirla. Amarla desde el lenguaje musical, con las primeras canciones y el primer estudio del ritmo. Amarla a través de la armonía y del análisis donde (¡por fin!) después de años de estudio se empieza a hablar realmente de lo que es la música, de cómo nos afecta y de qué manera trabajan los compositores para hacer que esa música, que ese mensaje, nos llegue.
Y, finalmente, y con toda seguridad lo más complejo: enseñar a amarla. Enseñar que la música forme parte de las vidas de esos niños, niñas o adolescentes, escojan o no la música como profesión futura.
Rubén Jordán,
Compositor.