El ocaso de los dioses

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Artículo de: Juan F. Ballesteros


Ciertamente, la conducta humana retrocede varias eras históricas para constatar que no hemos aprendido nada. Las emociones nos dominan en un mundo donde las amenazas o no son reales o tan extremas como nuestra percepción recepcciona. Seguimos siendo una resonancia de las emocionas más básicas como el miedo, antagónica del amor.
El miedo se apodera de nosotros envolviéndoos en su halo más ancestral. Nos paraliza, impidiéndonos ver otras realidades. Nos impele a huir, privándonos de la capacidad de afrontar los desafíos de la vida con soluciones contundentes.
Nos concede mediante la fuerza bruta, la agresión para defendernos de un peligro que solo reside en nuestra cabeza. Una agresión que se reduce, afortunadamente, al vil insulto, veto o cancelación, elementos tristemente constitutivos de nuestro día a día. El amor, otrora argumento para definir nuestro excelso arte, es consumido por el mejor aliado del miedo: el silencio.
La naturaleza nos provee de la facultad racional de calcular el riesgo y poder determinar cuándo el miedo es conveniente y cuando no. Cuando nos alerta de una situación de riesgo real o, por el contrario, nos ciega hacia el enfrentamiento bajo la sospecha de lo que finalmente constituye una falsa amenaza.
El silencio es sumamente revelador más allá de su condición poética en el discurso musical. El sonido existe porque se dibuja con los colores del silencio.
Pero hay otro silencio, más pragmático, más prosaico, más falaz. Un silencio que proviene, paradójicamente, de los más agraviados. Pero también hay beneficiados como en todo proceso evolutivo y el mundo bandístico no iba a ser una excepción.
Las últimas décadas se han caracterizado por una expansión, reconocimiento y apoyo a numerosos compositores y compositoras que han centrado sus esfuerzos y talentos en dotar a las bandas de música de un repertorio propio. Los directores y directoras hemos adquirido el compromiso de inclinar la balanza de nuestras programaciones hacia la nueva creación. No son pocos los que han salido del anonimato precisamente por la acción de los directores. No son pocos los directores que comprenden que la creación debe verse recompensada no
solo por el salario emocional sino también por el económico. Sin embargo, cuando un tótem del mundo de la dirección manifiesta públicamente que no programa música escrita originalmente para banda bajo el argumento de que no hay música de calidad escrita para dicho orgánico, el silencio reina entre los compositores y compositoras. También entre los directores y directoras, todo hay que decirlo. En suma, un silencio cómplice del miedo. De un miedo irracional y por tanto falso a ser cancelado. ¿Más cancelado? ¿Qué dávidas esperan? ¿Acaso han recibido honores desde ese silencio tácito?
Las tribulaciones en nuestro mundo bandístico no cesan. Tras un certamen jugoso en noticias y especulaciones, llegan nuevos ecos de la sana rivalidad entre bandas. Más allá de los premios, más allá de los juicios, más allá de lo de siempre, ¿no es triste que cada vez hablemos menos de música?
El último acontecimiento tuvo lugar en el celebrado Mano a Mano. Un acontecimiento de interés mundial donde dos grandísimas bandas compiten por un impacto emocional sin parangón. Pero este año ha sido diferente. Este año más que nunca, la música ha pasado a un segundo plano. La polémica ha saltado a la palestra tras las declaraciones del gran compositor Johan de Meij quien, como todos los compositores, se debe a que hay bandas que aprecian su talento. Del mismo modo que un director no es nadie sin una banda (el músico
puede tocar sin su concurso y, en ocasiones, con mayores prestaciones interpretativas), tampoco lo es un compositor sin una banda que interprete su música.
Admito desconocer al detalle las normas internas del Mano a Mano pero sí hay algo que me ha llamado poderosamente la atención más allá de las explicaciones, posiciones y reflexiones de uno u otro lado. El insulto de un ilustre compositor a un directivo. Cualquier conato de razón se pierde si el miedo, es decir, la ausencia de amor, conlleva la descalificación.
Sin considerar las reacciones de las partes, sin considerar la defensa de las posiciones, aceptando y comprendiendo tanto las reacciones viscerales como las más sensatas, siento pena por el silencio tanto de los directores como de los compositores de referencia, aquellos que dictan los designios de nuestras bandas. Siento, además, lástima por las nuevas generaciones de músicos que ven en los profesionales de hoy miedo y distancia, falta de compromiso y cobardía. Siento preocupación por que el síntoma de la decadencia moral de
nuestras bandas lo dirija el silencio. Tacet, ancora che morendo.

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